A simple vista, por ejemplo, nadie juzga nada rara esta pregunta: “¿Existe la nada?”. Sobre todo si el que la hace es un ateo pensando en la muerte. Y sin embargo es una pregunta que no puede hacerse, ya que no tiene sentido preguntar si existe lo que se define precisamente como la no existencia de cualquier cosa. Resumiendo la pregunta para hacerla más absurda si cabe, podíamos expresarla como “¿existe la no existencia?”.
Podemos jugar con las palabras de muchas maneras, unas veces
con sentido y otras sin él. Podemos decir por ejemplo “un color amargo”, y a
casi todos les parecerá ahora una incongruencia, puesto que un color no tiene
sabor, y sin embargo la expresión sí tiene sentido, un sentido poético. Se
trata de una metáfora. Claro que las metáforas son para hacer poesía y no
filosofía. La filosofía aspira al empleo
preciso del lenguaje para evitar ambigüedades, pero eso es un intento vano
porque el lenguaje es ambiguo e impreciso por naturaleza. Por eso los filósofos
lo primero que hacen antes de exponer una teoría es precisar su empleo del
lenguaje, e incluso se inventan palabras o usos nuevos de palabras. Y aún así
la cosa no funciona demasiado bien, hasta el punto de haberse dicho por algunos
que la verdadera filosofía debería expresarse en lenguaje matemático. Pero tampoco eso funciona y es otro vano intento el intentar comprender la existencia con la
lógica pura, porque la existencia es escurridiza, difusa, borrosa. Borrosa, sí,
hasta el punto que hoy se empieza a meterle el diente al asunto mediante la
llamada “lógica borrosa”, o lógica probable. Vaya combinación de palabras, casi
como la pregunta de si existe la no existencia, porque esperamos de la lógica
que sea clara y luminosa, y no borrosa y sin perfiles. Y es que ya no estamos
seguros de nada. Ya no podemos decir de un juicio que es verdadero o falso,
pues algunas veces es verdadero y falso a la vez.
Otra pregunta tradicional que a nadie asombra, antes bien, que
se ha planteado el hombre hasta la saciedad desde que los griegos se inventaron
el razonar, es: “¿Existe Dios?”. Y no obstante parecer una pregunta esencial, estamos
delante otra vez de una pregunta mal hecha. A Dios lo hemos definido como lo
que nunca cambia, lo igual a sí mismo eternamente. Pero sabemos que todo lo que
existe ante nosotros es cambiante con mayor o menor lentitud; así las estrellas
o el hombre. Incluso la mente del hombre consiste en un proceso cambiante, apto
para percibir sólo lo cambiante, es decir, lo real. Dios es pues inasequible a
nuestros sentidos y a nuestra mente, y sin embargo decimos “conocerle” a través
del espíritu. Nuestro espíritu no puede ser entonces conocido por nuestra
mente, lo mismo que Dios, y ambos tienen que ser de la misma naturaleza para
poder conocerse entre sí y a sí mismos. Pero veamos ahora cómo es el pretendido
conocimiento “espiritual” que decimos tener. Es un conocimiento directo,
intuitivo, presencial. Es un conocimiento que nos llena de admiración, iluminación,
éxtasis amoroso. Pero todo eso son sentimientos, son estados cambiantes de
nuestra realidad humana, y por tanto no pertenecen a la naturaleza inmutable del
espíritu. Cabría pensar que aunque no pertenecen al espíritu, son inducidos por
él en nuestra naturaleza humana en momentos determinados. Pero ¿cómo algo que
no es cambiante puede inducir cambios ocasionales en otro ser? Al menos se requeriría la voluntad de hacerlo, y ese acto de voluntad está precedido por su ausencia, con lo que ha habido un cambio en el espíritu inmutable. Parece evidente
que todas esas emociones espirituales proceden exclusivamente de nuestro propio ser humano, que todo es
humano, demasiado humano, como dijo Nietzsche. Dios se convierte así en algo
inasequible al hombre, algo que no “existe” para la naturaleza real y cambiante del hombre. Se convierte en la
Nada. Y ya dijimos que no puede hacerse la pregunta de si existe la nada.
Bueno, pues ya hemos jugado un rato con las palabras, que otra cosa no parece seguro que hayamos hecho. Y sin embargo, se
intuye que hay una “realidad” más amplia
que desborda las palabras y a la que no tenemos acceso. Todo lo nuestro son intentos de apresar lo inapresable por medio de
construcciones lógicas de lenguaje que siguen manifestando sus limitaciones. Es
más potente lo borroso, lo impreciso, lo que deja la puerta abierta a lo
inefable. Es más potente una metáfora que un razonamiento. Corren tiempos de
ser poeta mejor que filósofo.
Y sin embargo, cuando una teoría filosófica, o un simple
ensayo, están bien construidos y son capaces de hacerse evidentes, cuando son
capaces de hacerse luz en nuestra mente, algo trasciende lo meramente racional
y se aproxima al arte, al espíritu, a Dios. No en vano a nuestro Dios judío se
le ha llamado el Verbo, el Logos, la Palabra; el Dios de la palabra escrita.
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