El otro día, por la tele, volvieron a decir en un reportaje
que muchos portugueses desearían volver a formar parte de España, superando los
resentimientos históricos, ya que pensaban que les iría mucho mejor
económicamente. Y estoy convencido de que muchos más españoles estarían
encantados también, a pesar de ser una carga penosa para nuestra economía. Hoy
por hoy, los portugueses siguen siendo casi invisibles para los españoles, como ese
pariente al que se ignora debido a conflictos de familia. Si no fuera por el
dulce vino de Oporto y el también dulcísimo y nostálgico fado, no tendríamos a Portugal en nuestra memoria cotidiana.
El que salga esto a colación en esta época navideña, se debe
sin duda a ese sentimiento de reconciliación familiar que estas fechas
despiertan. Como contrapunto, los sentimientos separatistas catalanes
actualmente exacerbados, que parecen devolvernos a aquella Edad Media en que
comenzaron a formarse los reinos hispánicos a medida que se iban reconquistando
los distintos territorios por las poblaciones cristianas. Pero primero los
romanos, después los visigodos y finalmente los musulmanes, aspiraron y
consiguieron la unificación de los territorios peninsulares. Fueron los romanos
los que dieron a la península el nombre de Hispania, sustituyendo al anterior
nombre griego de Iberia. En la Edad Media el nombre era más bien una
denominación geográfica de la península, no empezando a utilizarse con
intención política hasta la unión dinástica de los reinos de Castilla y León. A
partir del descubrimiento de América, la identificación de lo español con lo
castellano se va produciendo debido a la supremacía lingüística,
económica y política del área castellana. El que los intereses
centralistas castellanos hayan originado recelos y reclamaciones históricas en
las poblaciones correspondientes a los reinos medievales periféricos, sólo
sería justificable si se atiende a una concepción política que posteriormente
se decantaría en el concepto de estado moderno, con funciones unificadas para
todo el territorio abarcado.
Pero el hecho es que aquí estamos, con herencias
sentimentales medievales todavía, vehiculadas por lenguas y culturas locales
que se intentan mantener diferenciadas y reactivadas como seña de identidad frente al desencanto
del presente, el eterno presente de todas las épocas, que salvo una empresa común vertebradora –como
decía Ortega– siempre genera contestación e introversión en los sentimientos de
la patria chica.
Esta connotación negativa de la idea y el nombre de “España”
entre la periferia peninsular le hace desear a uno, en este tiempo de afectos
navideños, una estructura de estado capaz de aglutinar con la suficiente
independencia y autogobierno a todas las gentes y territorios, salvando lo
común, que se quiera o no existe en forma de tradiciones, intercambios y
costumbres ancestrales e históricas. Y sobre todo, salvando los sentimientos de
unión entre unas gentes que han vivido, luchado y sufrido frente a retos y
enemigos comunes llegados de fuera, en un amplio territorio con identidad peninsular bien
definida en el continente europeo. Y hasta estaría uno, ingenuamente, dispuesto
a volver a usar el inicial nombre griego de Iberia, tan amado, tan prerromano, que
lograra englobar cómodamente bajo sus emociones a portugueses, catalanes y
demás gentes, en una federación ibérica con sólidos enlaces a las comunidades
“iberoamericanas” de ultramar.
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