No es nada extraordinario en el fondo, si se considera que
la bebida entre los más jóvenes es un fin en sí mismo. No beben, como los
adultos, para divertirse mejor, sino que la diversión consiste simplemente en
embriagarse. Se buscan los efectos de la droga directamente, y cuanto antes
mejor. Pero el alcohol absorbido deprisa apenas permite unos minutos de euforia
consciente, conduciendo a un estado de semiestupidez y abotargamiento en el que
lo único positivo es su efecto anestesiante. Se bebe para olvidar, siempre se
ha dicho, y habría que preguntarse si es que los adolescentes necesitan olvidar
algo o buscan la idiocia intencionadamente como un estado deseable. Tampoco sería
nada extraño en estos tiempos que corren, tan carentes de valores, tan
desilusionantes y vacíos de metas, en
los que la lucidez es más una condena que una virtud.
Pero al margen del lamentable fenómeno, qué pena de licores
condenados a un consumo sin paladar. ¿Qué diría un sensible gourmet? ¿Para qué
se han elaborado esos whiskies o vodkas finamente destilados y criados durante
años, si van a terminar en cavidades tan poco agradecidas? Bastaría utilizar el
alcohol de farmacia un poco diluido para conseguir el efecto deseado a un
precio mínimo. ¿Que escuece?... Justo castigo a tamaña torpeza.
Curiosa práctica para realizarla en grupo, en discotecas y
festivales de música. De popularizarse, pronto presenciaremos los botellones
tampax, que amenazan con dejar el campo de batalla sembrado de tampones, además
de los tradicionales envases desechables y botellas vacías. Los vecinos que
antes se quejaban con frases como “¡qué asco de botellón, que se lo metan por
donde les quepa!, van a contemplar horrorizados que ya lo están haciendo.
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