lunes, 28 de enero de 2013

LA BURBUJA POLÍTICA

El diccionario de la RAE incluye una acepción de la palabra burbuja como “habitáculo hermético y aislado del exterior”. Pero la acepción más habitual es la de pequeña esfera de aire que se forma en el seno de un líquido, asciende y acaba explotando en superficie, desapareciendo en el aire, como aire que era. Sin embargo, la imagen más colorida de burbuja es la de las pompas de jabón, siendo espectaculares las que se hacen con un largo cordel empapado en agua jabonosa, de grandes dimensiones, que evolucionan perezosas en el aire con formas cambiantes y refulgen bajo el sol con los colores del arcoíris, hasta que su ensueño explota y desaparecen en la nada, como las fantasías.

Nuestra casta política actual participa de todas esas acepciones de la palabra burbuja, aunque la primera es la que define la variedad más dañina del  político, en el sentido de aislamiento de la realidad e introversión en la burbuja de los partidos, desde la que se ve el exterior como un reflejo en superficie al que no se le presta excesiva atención, ya que la vida está en el interior de la burbuja, en la lucha por medrar. Aunque no hace falta tener una carrera para ser político, algunos políticos, en efecto,  hacen “carrera” dentro  de la política. Esto es tan cierto que muchos padres meten a sus hijos en las organizaciones juveniles de los partidos para que aprendan allí las habilidades de la “profesión”, lo mismo que otros empujan a los suyos a practicar un deporte desde su más tierna infancia. Así, o bien desde la infancia o por ingreso a distintas edades y por distintos estímulos, familiares, de amistad o intereses, se va consolidando una visión partidista y endogámica que configura un mundo propio, en el que los otros partidos son el enemigo y la sociedad el escenario en que su actividad y sus batallas tienen lugar. El político vive de la política, bien por sueldo exclusivo o complementado por otras actividades y prebendas derivadas de su  cargo e influencias. Su “mundo” está en la burbuja política, en  el ascenso en los determinados niveles de responsabilidad del partido, y su máxima aspiración llegar al gobierno del Estado y desempeñar allí un alto cargo. En esta esforzada carrera, su actividad esencial consiste en relacionarse con los miembros del partido, tramar fidelidades y formar parte de los grupos de poder e influencia dentro de él. El mundo social y el mundo político se convierten así en entidades separadas, paralelas, el primero sujeto a la actividad del segundo, y éste con sentido en sí mismo, en su propia perpetuación.

La acepción de la palabra burbuja como gran globo sutil que se hincha y refulge bajo el sol es también muy oportuna. En la actualidad se ha desatado la polémica en las redes debido a la aparición de un artículo que afirma que tenemos en España cerca de medio millón de políticos, a cuyo rebufo se han adherido muchos que sufren el actual desencanto de la política. Otros se han atrincherado en la contraofensiva, asegurando que en España sólo hay 8.812 alcaldes, 65.896 concejales, 1.031 diputados provinciales, 650 diputados y senadores, 1.206 parlamentarios autonómicos y unos 150 responsables de cabildos y consejos insulares. O sea, cerca 80.000 cargos electos y directos. Pero los primeros responden que además de estos políticos de cargo, hay otros cargos “políticos”, es decir, puestos designados directamente a dedo desde la política, como los cargos de confianza, asesores, dirigentes de organismos internos y de gestión, de empresas públicas y semipúblicas, fundaciones, consorcios, etc., etc. Y a su vez, estos cargos “políticos” siguen haciendo nombramientos a su servicio, favoreciendo a familiares, amigos, enchufados, etc. Todos estos puestos están atrapados en la red política y responden fielmente a ella, totalizando el casi medio millón. Faltaría por añadir para completar la tela de araña, las conexiones y nodos comunes entre esta maraña política y el mundo empresarial, que es la infraestructura de acción de los diferentes tipos de corruptelas y el medio de utilización de la política como herramienta de negocio.

Y ahí está el quid de la cuestión, porque no se trata ya de si son cien mil o quinientos mil nuestros políticos, sino del número de personas que revolotean en torno a los políticos electos y viven a costa de la política en diversas instituciones y organismos de dudosa utilidad en muchos casos. Y la cuenta sale que son cinco por cada político electo. Ese es el problema auténtico.

Desenredar esta maraña no es fácil, aunque a uno se le ocurre que el mal está en el origen, en la hipertrofia de la burbuja política, y que rompiéndola desaparecería la corrupción. Reventar la burbuja política supone disolver su contenido en el medio, es decir, en la sociedad; hacer que la sociedad entera asuma la función política directamente, sin intermediarios, sin las burbujas coloridas y engañosas de los partidos políticos. La libertad de información en la Red permite la contrastación de las corrientes de opinión y la toma de decisiones individuales, y por otro lado, se podrían, si se quisiera, habilitar los recursos para las consultas directas a través de Internet, dando paso a una Democracia Directa Digital. Sin embargo haría falta una mínima educación política de la sociedad, un acceso generalizado a la Red y el asumir la acción política directa como una actividad esencial del individuo.  Esto llevará posiblemente algunas generaciones, y será el fruto de una labor educativa creciente hacia la participación plena y directa de la sociedad.

Entretanto, una democracia participativa eficaz debería estar dotada de los suficientes mecanismos de control y transparencia, del engranaje adecuado de los diferentes órganos intermedios de representación, y de la posibilidad de realizar consultas populares en cualquier decisión que se juzgue de interés general, así como la posibilidad de derogar leyes y cesar representantes de manera directa cuando la sociedad lo estime conveniente.

Este escenario de desinflado progresivo de la burbuja política parece el más sensato, porque esperar que reviente como lo ha hecho la burbuja inmobiliaria o la financiera, resulta un poco iluso. Pero lo mismo que se está deshinchando la burbuja del Estado del Bienestar a base de recortes, habría que empezar ya a recortar bastantes cargos electos, y por supuesto todos aquellos cargos “políticos” poco o nada útiles y sospechosos de nepotismo.
Es una opinión.

jueves, 17 de enero de 2013

LA CORRUPCIÓN POLÍTICA

La corrupción se manifiesta en muchos escenarios, como el político, el empresarial, el profesional, etc. De todos ellos, donde mayor escándalo provoca es en los orientados al servicio público, ya que pervierte  de raíz los fines que se persiguen en ellos. Podríamos definir allí la corrupción como la utilización del poder o la situación privilegiada en beneficio personal o de grupo, a costa de la sociedad.

La corrupción política tiene hoy una presencia casi permanente en los medios de comunicación, hasta el punto que acabamos considerándola algo inevitable y general. En España, el nivel de corrupción percibido por la organización Transparencia Internacional, que publica un índice de corrupción creciente entre 1 y 180, corresponde  al índice 30, un nivel promedio entre los 25 miembros de la Unión Europea. Portugal, Italia y sobre todo Grecia, con índice de 78, la superan en corrupción. Rusia es una de las grandes naciones más corruptas, con un índice de 154, mientras que los países escandinavos ostentan la menor corrupción, con índices entre 1 y 10. En Iberoamérica, México tiene un índice de 98, mientras que Chile presume de un 21, similar al Reino Unido. Venezuela tiene la mayor corrupción del subcontinente, con índice de 164.

Dentro de España, la península parece escorarse hacia el Mediterráneo por el peso de la corrupción, aunque se nivela un poco con el peso de Madrid. Por partidos políticos, el PP gana la carrera seguido de cerca por el PSOE, y CIU va en tercer lugar, aunque muy alejado. Pero este ranking  corresponde al número de casos de corrupción en valor absoluto, que si lo referimos a la implantación de los partidos, por ejemplo al número de parlamentarios y senadores de cada uno de ellos, cambia substancialmente, pasando a ganar la carrera corrupta CIU, aunque marchando todos en pelotón. Una estimación más exacta de la corrupción relativa debería considerar principalmente, y con precisión, los cargos públicos (gobiernos central y autonómicos, alcaldes, concejales, asesores, etc.), dato más complicado de evaluar.

La corrupción es una constante histórica, con mayor incidencia cuanta más acumulación de poder en pocas manos exista en una sociedad. Las monarquías antiguas  y las dictaduras de todos los tiempos se caracterizan por un elevado grado de corrupción. Fue un historiador inglés del siglo XIX, Lord Aston, quien plasmó más exactamente este hecho en la frase “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”.  La idea se ha generalizado y simplificado en la expresión tópica “el poder corrompe”, pero si interpretamos fielmente la idea de Lord Aston, el poder favorecería o empujaría a la corrupción, pero no la condicionaría  salvo en el caso de que fuera absoluto. Es muy interesante la idea, ya que plantea el poder como una tentación, que podría ser vencida por la ética personal, pero que sería invencible cuando la tentación, o sea, el poder, fuera absoluto.

Y es que detrás de toda conducta está en primer lugar la naturaleza humana, con sus tendencias egoístas espontáneas, casi genéticas, que se ven frenadas por los imperativos éticos y el juicio social. Cuando la ética flaquea y no hay riesgo de juicio social debido a la posesión del poder o a la ocultación del delito, los impulsos egoístas tienen el campo libre. Consideraciones mentales como “nadie se va a enterar”, “nadie puede juzgarme”, “tengo derecho a beneficiarme ya que me preocupo por el bien del pueblo”, “todos lo hacen, y si no lo hago yo, lo hará otro”, etc., etc., son las tentaciones que acosan al corrupto incipiente y allanan su camino hacia la corrupción.

Y en muchos casos también, la corrupción se disfraza de negocio lícito, de habilidad manejando los hilos del poder y la influencia, de éxito personal. Y así nos sorprenden casos que saltan a la luz pública implicando a personas que se consideraban impecables, y hasta con cara de excelentes y honestas personas –se prefiere no citar nombres–. La realidad es que determinadas prácticas corruptas están incorporadas a la vida política y empresarial como habituales y tolerables si no son excesivamente escandalosas; tales son las comisiones, los regalos de elevado valor, las prebendas y gratificaciones no registradas, los enchufes, etc. Es decir, el cohecho, el tráfico de influencias, la malversación, el nepotismo, etc., etc.

Este panorama tan desolador no es, sin embargo, inevitable. Países como los escandinavos, con Dinamarca a la cabeza, tienen unos niveles muy escasos de corrupción. Cabe preguntarse por las claves de su éxito. Se pueden aventurar tres condiciones sobre las que se asienta. En primer lugar, un alto desarrollo económico. La pobreza va unida a la corrupción, aunque generalmente es la corrupción en países poco desarrollados la que agudiza la pobreza, debilita el sistema económico e impide el crecimiento.

En segundo lugar, la educación. Un desarrollo cultural y ético generalizado elimina del seno de la sociedad los comportamientos corruptos. Es evidente que la educación sólo actúa a lo largo del tiempo y las generaciones, y se arraiga en paralelo con el desarrollo económico. Donde hay pobreza hay también carencia de servicios públicos como la educación, y la corrupción se instala en todas las capas sociales como método de supervivencia y mejoramiento.  

Y en tercer lugar, apoyando la anterior condición, la transparencia en la gestión pública y privada a todos los niveles. En Dinamarca, por ejemplo, es posible conocer lo que gana y tributa tu vecino, o cómo y a qué precio la administración pública ha contratado un servicio o adquirido un bien.

Son tres patas de las que nuestro país cojea todavía y que no se enderezan a corto plazo. Entretanto, la denuncia sistemática de los casos de corrupción por los medios puede contribuir a un rechazo de la sociedad hacia la clase política, como está sucediendo, a su desprestigio y a la conciencia clara de la necesidad de habilitar, por el Estado y los partidos políticos, mecanismos de control eficaces y sistemas de gestión transparentes. La cultura ética vendrá después, quizás cuando el poder se disuelva más entre la sociedad mediante un sistema democrático mucho más participativo.

domingo, 6 de enero de 2013

MENDIGO DE PROFESIÓN

Los mendigos y pedigüeños han existido siempre y en todos los lugares. Famosa es la novela picaresca española del siglo XVII, y posteriormente las de otros países europeos. Y a lo largo de nuestra vida, hemos visto a los mismos pedigüeños profesionales que proliferan hoy día, con más intensidad ahora si cabe debido a la crisis económica. Especialmente en estas pasadas fiestas navideñas, parece que se hubieran multiplicado, decididos a aprovechar ese sentimiento de fraternidad y generosidad que las Navidades propician. Es en este tiempo humanizado cuando las emociones anulan la capacidad crítica y la gente se vuelve benévola y caritativa, dispuesta a dejarse llevar por ese conocido proverbio de “haz bien y no mires a quién”. Claro que en puridad, el proverbio se refiere a no considerar si el beneficiado es amigo o enemigo, conocido o desconocido, pero con la premisa  siempre de que se le hace un bien. Pero a los mendigos profesionales ¿se les hace un bien o simplemente se contribuye a que recauden un sueldo que supera muchas veces el que ganan trabajadores convencionales en condiciones duras y escasamente pagadas? En la actualidad, con un paro de una persona por cada cuatro, el ser mileurista ya no es una maldición, sino una suerte. Pero un mendigo profesional un poco hábil duplica este sueldo sin más esfuerzo que permanecer unas cuantas horas en un lugar estratégico y conocer bien el oficio. Ocioso es hablar de las artes que emplean, simulando invalideces y desgracias, llevando niños adormecidos que no son suyos y están sedados para que no molesten o parezcan enfermos, mostrando carteles donde anuncian su desgracia y que están diseñados por terceros devenidos profesionales en ese arte; y ocupando puestos que han sido asignados por mafias que controlan la zona y que reciben parte de lo recaudado. Todo el mundo conoce estas prácticas, aunque muchos ingenuos siguen ignorándolas, y son de hecho el público objetivo de este negocio que no paga impuestos.

Sin embargo, hay que tener cualidades para ser un buen mendigo, y no vale cualquiera. Como ejemplo, un negrito que se aposta a la puerta de un gran almacén de mi barrio, gordo como un tonel, y que comete la torpeza de pedir “para comer”. Un día se lo dije, que para qué quería comer más con lo gordo que estaba, pero o no me entendió o se hizo el loco.

Pero hay mendigos que están verdaderamente necesitados por diferentes causas, aunque quedan excluidos de los circuitos y puestos tradicionales de la mendicidad, y consiguen sobrevivir a duras penas. Entre estos hay casos ejemplares, como esos que no piden, que se limitan a estar ahí, mostrando su condición pasivamente y confiando en la iniciativa de los transeúntes. Ante la situación económica que sufrimos, son muchas las personas se han echado a la calle –o las han echado– para buscarse la vida. Y la cuestión es saber distinguir entre el mendigo de profesión, de toda la vida, y el coyuntural o el desposeído de verdad. Lo malo de esta situación de auténtica pobreza, es que si dura, existe el riesgo de que el pobre acabe aprendiendo la profesión, y animado por el beneficio, se introduzca plenamente en ella, utilizando todas las artes y recursos del negocio, y entregándose a las mafias. Se ha dicho con descaro por algunos trabajadores de la mendicidad, que cumplen una función social: la de dar oportunidad a la gente de ejercer la caridad, sentimiento tan reconfortante que debe ser bien pagado. Y cierto es que hay personas que siguen tan a ciegas la máxima de “haz bien y no mires a quién”, que posiblemente tengan razón.

De todas maneras, y dado el reparto tan desigual de la riqueza en nuestras sociedades, el que los ricos mantengan una población pasiva de pedigüeños profesionales no es tan gravoso como pudiera pensarse. En la antigua Roma, se mantenía a la plebe a expensas del Estado, y se les entretenía además con juegos circenses frecuentes.  Después de todo, eran ciudadanos romanos, y no todo el mundo podía ser rico, bien por privilegiado origen familiar o por habilidad e inteligencia propias. Lo malo en nuestros días es que a los verdaderos pobres se les atiende mal, usurpados sus derechos por los pícaros de la mendicidad. El Estado debería acabar con esta lacra, y hacerse cargo de los desposeídos por igual. Es el chocolate del loro en los presupuestos del Estado. Se calculan unos treinta mil indigentes en España, muy poca cosa comparado con el número de políticos y funcionarios ociosos e ineficaces a los que también mantiene el Estado.