Acudir al tópico del derecho a la vida del nonato para
suprimir este supuesto de aborto es una postura farisea que no merecería
refutarla. En el supuesto de violación, permitido por la ley, no hay
inconveniente en suprimir esa vida en un plazo de doce semanas. Tan sagrado no
parece que se considere el derecho a la vida del feto, él que no entiende todavía
de violaciones, ni aprobaría tal conducta en el futuro si hubiese seguido vivo.
En este caso se ponen por encima los derechos de la madre y no se duda en
suprimir esa vida. Luego el problema de no permitir el aborto en casos de
malformación se basa en una valoración prejuzgada del estado sicológico de la
madre. Se supone que una mujer violada tiene derecho a rechazar y odiar a un
hijo concebido contra su voluntad, pero que un hijo malformado no puede ser
rechazado por ninguna madre.
Si los padres aceptan la responsabilidad de traer al mundo
una vida limitada, seguros de poder rodearla de felicidad, o al menos de poco
sufrimiento, bienvenida sea su decisión de no abortar. Esa felicidad será la
que el día de mañana haga que su hijo prefiera haber nacido. Se les puede
perdonar incluso la carga social que generan, ya que es la sociedad la que en
parte, y antes o después, deberá asumir los cuidados de esa persona. Pero si
los padres no están dispuestos a arropar esa vida problemática, si la van a
condenar al sufrimiento o al abandono, mejor sería evitar por anticipado tales
males. Claro que el estado podría hacerse cargo completamente del problema,
pero parece que no va a estar por la labor.
Por otra parte, y en relación a la todavía vigente ley, que
permite cualquier supuesto de aborto siempre que se respeten los plazos,
cualquier bien nacido sabe que en un embrión humano palpita un ser en
formación, y que es cuestión de tiempo para que se desarrolle plenamente. El
tiempo nos engaña y separamos el presente y el futuro de un ser como si entre
ellos no hubiese una relación necesaria de continuidad. Puede ocurrir un
accidente, por supuesto, pero un ser se desenvuelve en el tiempo y su historia
debe contemplarse entera, desde el momento de su creación (fecundación) hasta
su muerte. El valor que se le dé a cada etapa vital no anula esa esencia de ser
humano, aunque se trate sólo de un embrión. Si consideramos la vida como algo
sagrado, o al menos digno de respeto, lo es en todas sus etapas. No se puede
considerar que un embrión humano sea una especie de pólipo interno indeseado,
problemático e incluso maligno que hay que extirpar, porque una cosa es aceptar
el dramatismo de la vida implícito en un aborto y otra banalizarlo. Por eso no me
parece digno de consideración el argumento típico proabortista que esgrimen algunas
mujeres, cuando proclaman que se trata de su cuerpo y con él hacen lo que
quieren. La verdad es que no se trata de su cuerpo, sino del cuerpo de otro
ser. Confunden sin duda a ese cuerpo nuevo al que sólamente alojan con su riñón
o alguna otra víscera. Y tampoco ningún médico tendría la potestad de eliminar
por las buenas un riñón, salvo enfermedad grave.
Pero dicho esto, hay que aceptar resignadamente que la
muerte programada es tolerada y consustancial con la vida en algunas
circunstancias. Se mata actualmente en las guerras, se mata a los que han
matado, se mata en defensa propia o de otros, y se deja morir, en algunos países, a los enfermos desahuciados. En un
nivel menos trágico, hay países aquejados de un exceso de población que pondría
en peligro la supervivencia en equilibrio de toda la sociedad, siendo preciso
realizar un estricto control de la natalidad, basado en el uso de
anticonceptivos y complementado con la práctica del aborto.
Hay ocasiones en que es preciso sacrificar una vida por otra
u otras, y es imposible pretender eliminar por completo la dimensión trágica de
la vida. Y sobre todo, no se puede hablar del derecho absoluto a la vida, que probablemente
nunca tendrá el hombre que vive en sociedad y mucho menos los animales. El
derecho es siempre un constructo social, que además cambia con la historia y la
geografía.
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