domingo, 25 de mayo de 2014

LA MIRADA DE LA DAMA

Se han vuelto a abrir las nobles puertas del Museo Arqueológico Nacional, después de seis años de trabajos de remodelación y actualización según las técnicas museísticas modernas (ya le hacía falta), y hemos tenido ocasión de encontrarnos de nuevo, cara a cara, con la Dama de Elche, la pieza cumbre de la arqueología íbera.

La mirada de la Dama encierra un enigma, y es lo que atrae la atención con persistencia después de evadirnos de su complejo tocado y la profusión de sus adornos. También Leonardo da Vinci puso un enigma en la mirada de la Gioconda, pero muy distinto, muy mundano, quizás erótico; era, y es, una mirada levemente atrevida e insinuante que nos penetra como si conociera nuestros secretos más íntimos e inconfesables, o como si quisiera hacernos cómplices de los suyos. Nuestra Dama íbera alberga un misterio muy distinto, espiritual, casi de ultratumba. Su rostro parece hallarse a mitad de camino entre la vida y la muerte, sus facciones se muestran casi yertas, inexpresivas, pero no hieráticas sino muy reales. Pequeñas asimetrías en el rostro la hacen creíble, lejos de la perfección y simetría idealizadas de la escultura griega clásica. Sus ojos, ligeramente convergentes, con los párpados un poco caídos, parecen estar mirando a un punto cercano situado delante de ella y abajo, como si estuviera ausente, absorta, contemplando el más allá o el mismo centro de su ser interior. Se ha perdido la pasta vítrea de sus iris, que ahora se muestran vaciados, acentuando esa impresión de muerte, de vacío en la mirada. También se ha perdido su policromía, que sin duda animaría su aspecto. Nuestra otra gran dama ibérica, la de Baza, se manifiesta de manera completamente distinta, viva y mirando de frente hacia los que están delante, los ojos muy abiertos, el gesto humano aunque el perfil es noble y autoritario. Su alma está completamente fuera, mientras que en la de Elche está dentro. Si ponemos los dos bustos frente a frente, parece que la de Elche bajara  respetuosa la mirada ante la de Baza, pero sin embargo, si los ponemos en paralelo, mirándonos, la de Baza parece una reina y la de Elche una diosa. La de Baza es madura, y la de Elche es joven, la primera de rostro amable, la segunda de una rara belleza, indígena y a la vez griega, como si el escultor hubiese adaptado los cánones de la escultura griega a la belleza primitiva, étnica, de una íbera. La de Baza es una mujer noble y poderosa, la de Elche es un fenómeno contenido de la naturaleza. Ambos rostros son muy reales dentro de su solemnidad, retratos auténticos de mujeres de aquella época de nuestros orígenes. Ambas, junto con otra dama encontrada hace poco en Guardamar, hecha pedazos e incompleta, y fea por añadidura, son los únicos representantes de la escultura realista íbera, porque el resto de tallas encontradas, bastante abundantes, son estereotipadas o de pequeño tamaño, representando damas oferentes, guerreros, etc., sin pretensiones naturalistas sino fundamentalmente simbólicas.

La Dama de Elche se salvó de la destrucción iconoclasta  que aconteció en los pueblos íberos en un periodo de cambio socioeconómico durante el siglo V a. de C., con una probable revolución en las estructuras de poder. Se ocultó el busto en una improvisada hornacina de piedras adosada a la muralla de la Alcudia, y así fue encontrada a finales del siglo XIX. Sin duda era demasiado hermosa para permitir que fuera destruida. Ha viajado mucho la misteriosa y bella Dama, codiciada por los franceses y expuesta definitivamente en el Museo Arqueológico Nacional para disfrute de nacionales y extranjeros, concitando miles de visitas diarias.  Aquí la tenemos de nuevo ante nosotros, realidad y símbolo a la vez de la belleza íbera, casi viva, casi muerta, pero palpitando en su verdad.


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