Uno de los primeros
smartphones en salir al mercado fue el BlackBerry, de la compañía canadiense
RIM. Los creadores andaban buscándole un nombre que fuera divertido, fresco, cool (como dicen los americanos) y se
les ocurrió utilizar el parecido de su teclado con una mora: pequeño, negro y granado.
Y se quedó con BlackBerry. Lo que no sabían, o no se percataron, es que así se
llamaban irónicamente las bolas negras de hierro que llevaban sujetas al
tobillo, por medio de un grillete, los esclavos negros de los campos algodoneros
del Sur de Estados Unidos. Quisieron vender la imagen de una fruta y vendieron
la de un grillete. Y para regocijo de la historia, éste empezó a ser muy pronto
el uso que se decantó debido a las especiales prestaciones del teléfono smart. Las empresas regalaban la mora a sus ejecutivos de manera que
estuviesen en contacto permanente con ellas, prolongando su disponibilidad
laboral en todo momento y lugar. Y no valía desconectarse ni fingir que no se
recibían los mensajes, porque todo quedaba registrado. Los ejecutivos se convirtieron
pronto en los esclavos modernos de las empresas, con su grillete BlackBerry de
alta tecnología.
Recientemente, el Smartphone se ha generalizado, adquiriendo
un uso lúdico debido a sus inagotables aplicaciones, contenidos multimedia,
mensajerías, etc. Pero ha generado una nueva esclavitud, que ahora llamamos
adicción ya que es voluntaria, y que obliga también al esclavo a un uso
continuo del aparatito. En el entretenido ingenio se acaba delegando toda la
actividad mental, de manera que puede decirse que cuanto mayor uso se hace de
él, más vacía se tiene la cabeza. Ya no se piensa, ni se relaciona uno en
persona, sino que todo se hace a través del teléfono. Basta con tenerlo
encendido para que el mundo entre en nuestra cabeza hueca y lo llene de
contenidos, banales o no, que lo que importa es sentirse interconectado con una
realidad fácil y un grupo social amplio aunque virtual. Se acabó la soledad, el
tener que pensar, que trazar planes y hacer proyectos, porque todo nos lo dan
hecho; sólo hay que dejarse llevar por las múltiples sugerencias que pululan en
el teléfono listo. Ya no es preciso
ser listo uno mismo, ni creativo, ni desarrollar habilidades sociales, basta
con tener un telefonillo de última generación que nos provea de todas esas
cualidades. Y así, es un hecho observable que cuanta mayor pinta de torpe tiene
una persona, más se le ve aferrado a su aparato; no hay un segundo de
inactividad que no le dedique al mismo, y si lo olvida por un momento, basta
con oír el silbidito que le lanza para que se someta inmediatamente a su
dominación. Es un acto automático, un “tic” (será por eso de las TIC). Es el
silbidito del amo a su perro, cariñoso pero dominante. Ir en el metro o el tren
y oír continuamente los silbiditos de los amos a sus mascotas se ha convertido
en algo que ya produce náuseas, pero los perritos atienden diligentes las
llamadas, sonrientes, felices y agradecidos.
Pero la nueva esclavitud no la generan sólo los smartphones,
sino que las tablets y hasta los
eternos ordenadores se han llenado de aplicaciones nuevas poco necesarias, de
sistemas operativos mejorados (en teoría), de programas cada vez más potentes
que nos obligan a una actualización continua de nuestros conocimientos y
habilidades. Si a eso le añadimos la permanente guerra contra los virus
informáticos que conlleva tanta interconexión y tanta propaganda basura,
resulta que nuestro tiempo se consume en atender a las nuevas tecnologías más
que en usarlas. Y muchos disfrutan con estas habilidades, con estar a la última
en antivirus, en Apps para rizar el
rizo, en programas que se usan un par de veces pero que les cuesta semanas
aprender a manejar bien. Las TIC se convierten así en un objeto en sí mismas en
vez de un medio útil para hacer determinadas cosas. En realidad no habría que
quejarse porque quizás siempre ha sido así con todas las novedades, si no fuera
porque ahora ya es excesivo el ritmo de innovación, el consumo de tiempo que
hay que dedicarle al amo tecnológico. Y no vale quedarse atrás, el querer
seguir con la tecnología antigua, porque cualquier cosa que se hacía antes ya
no es posible hacerla ahora debido a que el servicio que la permitía está
soportado en la nueva tecnología y es incompatible con la antigua. Las empresas
fabricantes siguen usando el viejo truco de la obsolescencia programada, que se
aplicó inicialmente a la duración de las bombillas (se fundían innecesariamente
al cabo de cierto número de horas).
Si, las nuevas tecnologías, además de sus inapreciables
funciones, son también una auténtica
condena que se va apoderando de las mentes y volviéndonos cada vez más dependientes,
más torpes sin ellas, mas esclavos. El problema se ha debatido mucho, incluso desde sectores
médicos, pero el lado oscuro de las nuevas tecnologías sigue pasando
desapercibido para una gran parte de la gente, sobre todo para aquellos que
están atrapados en su adicción. Por eso nunca estará de más haberle dado otro
empujoncito a la crítica.
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