miércoles, 15 de octubre de 2014

LA IDENTIDAD Y EL SELFIE

A lo largo de los años de nuestro desarrollo, cada uno hemos construido una identidad interior, una conciencia de nosotros mismos. ¿Pero es ésa nuestra identidad real? Parece que no, y por eso figura inscrita en el templo de Apolo en Delfos, entre otras muchas máximas morales, la famosa “Conócete a ti mismo”, que implica que no es fácil conocer nuestra identidad real, hasta el punto de situarla como una meta a alcanzar. Es un misterio la intención original de la máxima ya que se puede interpretar desde diversas vertientes. Desde el pensamiento religioso se la interpreta como la profundización espiritual y el conocimiento de la relación del hombre con la divinidad. Sócrates, al que algunos atribuyen falsamente la paternidad de la máxima, le da una interpretación moral, muy acorde con la intención de las otras máximas, que son realmente principios éticos que se han incorporado después en mandamientos o leyes en diversas religiones. Siguiendo a Sócrates, la tarea de conocerse apunta hacia algo exterior a nosotros, algo distinto de nuestra subjetividad, de nuestra identidad interior, y se trata no de cómo nos conocemos sino de cómo nos conocen los demás, la sociedad. Esto supone un mirarnos desde el cristal de las normas sociales, de la ética y la cultura.

En una sociedad reducida, aldea o grupo primitivo, la gente se conoce por las interacciones que tienen lugar en el transcurrir de la vida en común. Pero el asunto se complica cuando la dimensión de grupo social es grande, limitándose el conocimiento a nuestra manifestación en actos públicos, conferencias, publicaciones, entrevistas, etc. Es entonces cuando la identidad se constriñe a determinadas características de la persona, las que se ponen en juego en la actividad pública.

Si hablamos de una persona sin especial significación social, su identidad exterior estaría definida en su círculo familiar, amigos, trabajo, etc. Y si gracias a las nuevas tecnologías ese círculo de conocidos se amplía enormemente, como sucede en las redes sociales, veremos aparecer una nueva identidad exterior sumamente frágil e incierta que se establece en base a los contenidos personales que volcamos en la red. Se trata de una identidad idealizada, manejada por el autor, una identidad de “personaje”. Y es aquí donde entran en juego con toda intensidad los conocidos “selfies”. Una imagen vale más que mil palabras, reza un antiguo proverbio chino refiriéndose a su valor descriptivo, sin sospechar el fenómeno actual del selfie en el que dicho valor queda reducido al de una máscara. Hoy que se ha perdido la capacidad de discurso, cuando lo que se escribe generalmente en las redes son frases cortas, descuidadas, comentarios avaros de palabras como si no tuviéramos tiempo de nada, el valor comunicativo del selfie, aunque falso, ha cobrado gran importancia para contribuir a la creación de nuestra identidad exterior. Pero el selfie es una gota, un reflejo de sol sobre el agua, que dura un instante aunque tenga intención de eternidad. Es más espontáneo que un autorretrato cuidado pero su contenido es mucho más efímero y engañoso.   

Vivimos tiempos en que la propia imagen ha acaparado no sólo la identidad exterior sino la interior, tiempos en que muchos se reconocen a sí mismos a través de sus imágenes digitales en la pantalla del smartphone. Y uno se pregunta si la máxima “conócete a ti mismo” no se ha quedado obsoleta, si existe un conocimiento más completo de uno mismo visto desde los ojos de los demás o cada vez esos ojos exteriores ven menos, menos incluso que uno mismo. La identidad se está disolviendo entre los bits de las nuevas tecnologías y vuelve a resurgir la vieja duda metafísica, ahora con menos contenido metafísico: ¿La realidad es sólo lo que vemos o existe un mundo desconocido del que surgen apariencias?

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