Ya con la solera que le otorgan sus
treinta y siete años, la maratón de Madrid ha contado con casi treinta mil
corredores de los pueblos de España y de los países del mundo. Como podría
sospecharse, la ha ganado un keniata y otro ha quedado el segundo –esas liebres
africanas son imbatibles–. En categoría femenina, una etíope se ha llevado el
galardón, empleando treinta minutos más que los ganadores masculinos, que
emplearon poco más de dos horas en recorrer los 42 Km que separaban de Atenas,
más o menos, la llanura de Maratón donde hace algo más de 2.500 años tuvo lugar
el famoso enfrentamiento contra los persas. Hay diferentes relatos históricos al
respecto, pero el olimpismo moderno se ha quedado con el de Plutarco, según el
cual, Filípides, un corredor de fondo, recorrió a toda velocidad esa distancia
para avisar a los atenienses de la victoria, y al llegar murió extenuado por
el esfuerzo. Lo que no sabremos nunca es el tiempo que empleó en la hazaña –no había
entonces relojes de pulsera– pero sí sabemos el enorme esfuerzo que exige esta
carrera, en la que algunos, a fuerza de voluntad, se obligan más allá de sus posibilidades. Extenuados han llegado algunos participantes, incluso uno ha sufrido
un infarto, y otros han llegado sin resuello, con la cabeza de lado y los ojos llenos
de espanto. Otros se lo han tomado por el lado festivo, que de todo se puede hacer
diversión participando. Ahí estaba algún cachondo de buena talla vestido con traje
de sevillana y paso alegre, o un nórdico con elevada cresta rubia de vikingo,
sin olvidar a un veterano de musculatura ya flácida y cuerpo completamente
tatuado. Había patinadores, que no sé qué pintaban ahí, pero que sin duda se
cansaban menos que los corredores, y hasta algún triciclo movido con manivelas.
En plan más sufrido, se veían bastantes canosos y algunos ancianos incluso, corredores
flacos fibrosos y flacos endebles, entrados en carnes sudorosos y colorados,
gorditas de bultos bamboleantes que parecía que se iban a desarmar y lumbálgicos
de esos que caminan con el cuerpo en ángulo y que duele verlos correr. Hasta un
ciego había, cogido del brazo de un vidente, ambos muy conjuntados en la
tarea. Y es que lo importante es participar, poder decir aquello de “yo corrí
la Maratón del 2014 en Madrid”. Es lo que cuenta, llegar a la meta, se tarde lo
que se tarde, siempre dentro de las seis horas que permanece abierta. Hay sin
embargo, como en todos los sitios, algunos tramposos que corren sin dorsal, que
se han incorporado a la carrera en cualquier punto, quizás para hacerse la foto
o para sentirse participantes en el evento aunque no en el esfuerzo.
Otro fenómeno sumamente curioso es
el de los animadores, que jalean con palmas y frases de aliento a los
corredores: ¡Venga, campeón, que ya llegas!, ¡Vamos vamos, que sólo quedan 4
Km!, ¡Go go go…! ¡Allez allez, bravó! Los extranjeros se desbordan con los
corredores de su país, y si además son familiares o conocidos, dan saltos agitando
los brazos y gritando desde que los ven aparecer a lo lejos. Y curioso es sobre
todo el fenómeno de los animadores solitarios, generalmente chicas, que parecen
establecer lazos de complicidad y
empatía individual con los corredores, y que no cesan de aplaudir y dar ánimos
a todos ellos, como si les conocieran personalmente. Da la sensación de que encuentran
placentero, desde su condición descansada, el intentar transferir a los
fatigados corredores la energía que a ellas les sobra. Y ya que no corren, se identifican
con ellos y se cansan gritando y aplaudiendo.
Dura prueba sin duda, aunque la carrera
original, si es que Herodoto no se engaña, la hizo todo el ejército ateniense
desde Atenas a Maratón para impedir que los persas, recién desembarcados, se
desplegaran y sitiaran Atenas. Y añade, para mayor gloria de Filípides, que en
realidad fue enviado a Esparta para pedir ayuda y recorrió sin descanso los 250 Km que la separaban
de Atenas. Y no murió desfallecido al llegar. Sin duda los atletas griegos antiguos
eran al menos tan duros como los
actuales keniatas.