Se han vuelto a abrir las nobles puertas del Museo
Arqueológico Nacional, después de seis años de trabajos de remodelación y
actualización según las técnicas museísticas modernas (ya le hacía falta), y hemos
tenido ocasión de encontrarnos de nuevo, cara a cara, con la Dama de Elche, la
pieza cumbre de la arqueología íbera.
La mirada de la Dama encierra un enigma, y es lo que atrae la
atención con persistencia después de evadirnos de su complejo tocado y la
profusión de sus adornos. También Leonardo da Vinci puso un enigma en la mirada
de la Gioconda, pero muy distinto, muy mundano, quizás erótico; era, y es, una
mirada levemente atrevida e insinuante que nos penetra como si conociera
nuestros secretos más íntimos e inconfesables, o como si quisiera hacernos
cómplices de los suyos. Nuestra Dama íbera alberga un misterio muy distinto, espiritual,
casi de ultratumba. Su rostro parece hallarse a mitad de camino entre la vida y
la muerte, sus facciones se muestran casi yertas, inexpresivas, pero no hieráticas
sino muy reales. Pequeñas asimetrías en el rostro la hacen creíble, lejos de la
perfección y simetría idealizadas de la escultura griega clásica. Sus ojos, ligeramente
convergentes, con los párpados un poco caídos, parecen estar mirando a un punto
cercano situado delante de ella y abajo, como si estuviera ausente, absorta,
contemplando el más allá o el mismo centro de su ser interior. Se ha perdido la
pasta vítrea de sus iris, que ahora se muestran vaciados, acentuando esa
impresión de muerte, de vacío en la mirada. También se ha perdido su
policromía, que sin duda animaría su aspecto. Nuestra otra gran dama ibérica,
la de Baza, se manifiesta de manera completamente distinta, viva y mirando de
frente hacia los que están delante, los ojos muy abiertos, el gesto humano
aunque el perfil es noble y autoritario. Su alma está completamente fuera,
mientras que en la de
Elche está dentro. Si ponemos los dos bustos frente a frente, parece que la de
Elche bajara respetuosa la mirada ante
la de Baza, pero sin embargo, si los ponemos en paralelo, mirándonos, la de
Baza parece una reina y la de Elche una diosa. La de Baza es madura, y la de
Elche es joven, la primera de rostro amable, la segunda de una rara belleza, indígena
y a la vez griega, como si el escultor hubiese adaptado los cánones de la
escultura griega a la belleza primitiva, étnica, de una íbera. La de Baza es
una mujer noble y poderosa, la de Elche es un fenómeno contenido de la
naturaleza. Ambos rostros son muy reales dentro de su solemnidad, retratos
auténticos de mujeres de aquella época de nuestros orígenes. Ambas, junto con
otra dama encontrada hace poco en Guardamar, hecha pedazos e incompleta, y fea
por añadidura, son los únicos representantes de la escultura realista íbera,
porque el resto de tallas encontradas, bastante abundantes, son estereotipadas o
de pequeño tamaño, representando damas oferentes, guerreros, etc., sin
pretensiones naturalistas sino fundamentalmente simbólicas.
La Dama de Elche se salvó de la destrucción
iconoclasta que aconteció en los pueblos íberos en un periodo de cambio
socioeconómico durante el siglo V a. de C., con una probable revolución
en las estructuras de poder. Se ocultó el busto en una improvisada hornacina de
piedras adosada a la muralla de la Alcudia, y así fue encontrada a finales del
siglo XIX. Sin duda era demasiado hermosa para permitir que fuera destruida. Ha
viajado mucho la misteriosa y bella Dama, codiciada por los franceses y
expuesta definitivamente en el Museo Arqueológico Nacional para disfrute de
nacionales y extranjeros, concitando miles de visitas diarias. Aquí la tenemos de nuevo ante nosotros, realidad y
símbolo a la vez de la belleza íbera, casi viva, casi muerta, pero palpitando
en su verdad.
domingo, 25 de mayo de 2014
LA MIRADA DE LA DAMA
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sábado, 17 de mayo de 2014
SELFIES
Desde que se inventó la fotografía, el fotógrafo, que es por
esencia solitario en el ejercicio de su arte, como el escritor, ha sucumbido a veces a la tentación de hacerse un
autorretrato rápido. Debía usar un trípode y enfocar previamente el área donde iba a
colocar su rostro. La llegada de las cámaras modernas compactas facilitó mucho
la tarea, pues bastaba con alargar el brazo y disparar apuntándose a uno mismo, aunque en
ocasiones el centrado de la imagen no fuera demasiado bueno. Finalmente, la
aparición de los smartphones con objetivo adicional frontal ha permitido verse
en la pantalla antes de disparar, de manera que la foto puede salir a nuestro
gusto y de manera rápida. Es evidente que si el retrato nos lo hace otra
persona con una buena cámara, los resultados son mejores ya que puede realizarse
a mayor distancia, jugando con la distancia focal, la profundidad de campo y el
fondo de la imagen. Pero el autorretrato fotográfico, autofoto, selfie o como
quiera llamarse según los caprichos de la moda, que pretende introducir algo
nuevo cambiando el nombre a lo que ha existido siempre, es algo personal, improvisado,
impulsivo. Su popularidad se ha fraguado al calor de las redes sociales, donde
prolifera esa banalidad de asomar el rostro en diversas situaciones para hacer
ver a los demás que existimos. Es lo malo de las relaciones virtuales, que si
no damos continuas señales de existencia se nos puede creer fuera de juego, desaparecidos
en combate. Luego está la simpleza de pretender que con una foto tomada en un
momento feliz todo el mundo va a imaginar que llevamos una vida triunfante.
Claro, como no nos conocen en persona, el engaño está servido y el selfie se
convierte en una imagen falsa de nuestra vida real. También sirve el selfie, todo
hay que decirlo, para divertirse uno mismo en ese ejercicio narcisista de poner
caritas y hacer muecas, que antiguamente hacían los adolescentes ante el
photomatón, cambiando el gesto en cada foto de la tira.
En fin, no da mucho más
de sí el fenómeno tontorrón del selfie. Me parece un síntoma claro de la vida real bastante solitaria que
lleva mucha gente y del paliativo superficial que suponen las redes sociales.
Son los tiempos que corren. La pregunta del diez es si el selfie no lo estarán promocionando últimamente los fabricantes de smartphones para vender nuevos modelos con cámara frontal de alta resolución.
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lunes, 5 de mayo de 2014
NUEVAS TECNOLOGÍAS: LA NUEVA ESCLAVITUD
Es imparable el avance hacia una sociedad interconectada de
ámbito global, propiciado por las
llamadas Nuevas Tecnologías o Tecnologías de la Información y la Comunicación
(TIC). Pero todo innovación técnica tiene su lado oscuro, es decir, la
posibilidad de un mal uso. Eso de pensar que la tecnología es neutra en sí
misma, ni mala ni buena, sino que la responsabilidad recae en el uso que se
haga de ella, es una ingenuidad de los usuarios o una falacia de las empresas
tecnológicas. El caso es que la tecnología es buena y mala a la vez, es decir,
que es inevitable que produzca ambos resultados (energía atómica, aviones,
etc., etc.). Y las TIC no podían escapar a esta dualidad.
Uno de los primeros
smartphones en salir al mercado fue el BlackBerry, de la compañía canadiense
RIM. Los creadores andaban buscándole un nombre que fuera divertido, fresco, cool (como dicen los americanos) y se
les ocurrió utilizar el parecido de su teclado con una mora: pequeño, negro y granado.
Y se quedó con BlackBerry. Lo que no sabían, o no se percataron, es que así se
llamaban irónicamente las bolas negras de hierro que llevaban sujetas al
tobillo, por medio de un grillete, los esclavos negros de los campos algodoneros
del Sur de Estados Unidos. Quisieron vender la imagen de una fruta y vendieron
la de un grillete. Y para regocijo de la historia, éste empezó a ser muy pronto
el uso que se decantó debido a las especiales prestaciones del teléfono smart. Las empresas regalaban la mora a sus ejecutivos de manera que
estuviesen en contacto permanente con ellas, prolongando su disponibilidad
laboral en todo momento y lugar. Y no valía desconectarse ni fingir que no se
recibían los mensajes, porque todo quedaba registrado. Los ejecutivos se convirtieron
pronto en los esclavos modernos de las empresas, con su grillete BlackBerry de
alta tecnología.
Recientemente, el Smartphone se ha generalizado, adquiriendo
un uso lúdico debido a sus inagotables aplicaciones, contenidos multimedia,
mensajerías, etc. Pero ha generado una nueva esclavitud, que ahora llamamos
adicción ya que es voluntaria, y que obliga también al esclavo a un uso
continuo del aparatito. En el entretenido ingenio se acaba delegando toda la
actividad mental, de manera que puede decirse que cuanto mayor uso se hace de
él, más vacía se tiene la cabeza. Ya no se piensa, ni se relaciona uno en
persona, sino que todo se hace a través del teléfono. Basta con tenerlo
encendido para que el mundo entre en nuestra cabeza hueca y lo llene de
contenidos, banales o no, que lo que importa es sentirse interconectado con una
realidad fácil y un grupo social amplio aunque virtual. Se acabó la soledad, el
tener que pensar, que trazar planes y hacer proyectos, porque todo nos lo dan
hecho; sólo hay que dejarse llevar por las múltiples sugerencias que pululan en
el teléfono listo. Ya no es preciso
ser listo uno mismo, ni creativo, ni desarrollar habilidades sociales, basta
con tener un telefonillo de última generación que nos provea de todas esas
cualidades. Y así, es un hecho observable que cuanta mayor pinta de torpe tiene
una persona, más se le ve aferrado a su aparato; no hay un segundo de
inactividad que no le dedique al mismo, y si lo olvida por un momento, basta
con oír el silbidito que le lanza para que se someta inmediatamente a su
dominación. Es un acto automático, un “tic” (será por eso de las TIC). Es el
silbidito del amo a su perro, cariñoso pero dominante. Ir en el metro o el tren
y oír continuamente los silbiditos de los amos a sus mascotas se ha convertido
en algo que ya produce náuseas, pero los perritos atienden diligentes las
llamadas, sonrientes, felices y agradecidos.
Pero la nueva esclavitud no la generan sólo los smartphones,
sino que las tablets y hasta los
eternos ordenadores se han llenado de aplicaciones nuevas poco necesarias, de
sistemas operativos mejorados (en teoría), de programas cada vez más potentes
que nos obligan a una actualización continua de nuestros conocimientos y
habilidades. Si a eso le añadimos la permanente guerra contra los virus
informáticos que conlleva tanta interconexión y tanta propaganda basura,
resulta que nuestro tiempo se consume en atender a las nuevas tecnologías más
que en usarlas. Y muchos disfrutan con estas habilidades, con estar a la última
en antivirus, en Apps para rizar el
rizo, en programas que se usan un par de veces pero que les cuesta semanas
aprender a manejar bien. Las TIC se convierten así en un objeto en sí mismas en
vez de un medio útil para hacer determinadas cosas. En realidad no habría que
quejarse porque quizás siempre ha sido así con todas las novedades, si no fuera
porque ahora ya es excesivo el ritmo de innovación, el consumo de tiempo que
hay que dedicarle al amo tecnológico. Y no vale quedarse atrás, el querer
seguir con la tecnología antigua, porque cualquier cosa que se hacía antes ya
no es posible hacerla ahora debido a que el servicio que la permitía está
soportado en la nueva tecnología y es incompatible con la antigua. Las empresas
fabricantes siguen usando el viejo truco de la obsolescencia programada, que se
aplicó inicialmente a la duración de las bombillas (se fundían innecesariamente
al cabo de cierto número de horas).
Si, las nuevas tecnologías, además de sus inapreciables
funciones, son también una auténtica
condena que se va apoderando de las mentes y volviéndonos cada vez más dependientes,
más torpes sin ellas, mas esclavos. El problema se ha debatido mucho, incluso desde sectores
médicos, pero el lado oscuro de las nuevas tecnologías sigue pasando
desapercibido para una gran parte de la gente, sobre todo para aquellos que
están atrapados en su adicción. Por eso nunca estará de más haberle dado otro
empujoncito a la crítica.
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