Cuando la literatura era cosa de unos cuantos autores, hace apenas
algo más de un siglo, la orientación comercial de los géneros era clara. Había
folletines destinados al gran público, en ediciones baratas o por entregas, y
obras de calidad literaria destinadas a una minoría más culta. No existían por entonces estrategias agresivas de
marketing ni campañas mediáticas que manipularan los gustos y demandas de los
lectores, y lo que se compraba estaba a la vista y era conocido a través de
otros lectores. Hoy existen cientos de miles de escritores y resulta imposible
elegir a alguno si no lo destacan los medios de publicidad.
En nuestra época, la mercadotecnia invade todos los espacios
mediáticos creando tendencias y definiendo lo que hay que comprar. La
literatura se inscribe en el mundo de los artículos de ocio y consumo, haciendo
que forme parte de todas esas cosas que hay que poseer para estar al día y
poder relacionarte con los demás.
Al ser el marketing un instrumento de la empresa, en este
caso de la empresa editorial, es claro que está orientado a fomentar el mayor
negocio posible de la misma. Este origen corrupto de la publicidad, en todos
sus usos, la aleja de las virtudes del consejo o de la evaluación crítica. Una
buena campaña publicitaria vende, al margen de la calidad del producto. Es el
efecto placebo: si creemos que algo cura, nos hará un poco de bien por contagio
sicológico. Si nos insisten desde los medios que un autor o una novela ha
ganado no sé cuántos premios, ¿quién se atreve a llevar la contraria a los
jurados y críticos expertos? Acabaremos pensando que somos nosotros los que no
entendemos de literatura y nos esforzaremos, a fuerza de relecturas, en tratar
de extraer algún jugo del bodrio en cuestión.
Igual pasa con las nuevas tecnologías. Las empresas
necesitan crear nuevas necesidades en los consumidores para seguir manteniendo
un ritmo alto de producción y beneficio. Es preciso renovar los usos de
comunicación, añadir nuevas prestaciones a los aparatos, aunque sean
innecesarias, potenciar lo lúdico. Y lo malo es que si persistimos en nuestros
antiguos aparatos, suficientes para nuestras necesidades, contemplaremos cómo
ya no soportan las nuevas aplicaciones ni nadie los repara cuando se estropean.
A eso se le llama obsolescencia, algo tan viejo como la industria misma, aunque
antiguamente se limitaba a programar una vida útil de los aparatos, como las
bombillas, al cabo de la cual se fundían y había que poner otras iguales, aunque
podrían haber durado decenas de años más. Ahora la obsolescencia es más sutil y
más rápida, ya que es por lanzamiento de nuevos productos y por la presión
comercial al consumidor para estar a la última.
Pero lo malo de todas estas técnicas de mercado es que, sin
pretenderlo directamente, van condicionando los usos de la gente según una
ecuación perversa: lo primario, lo inmediato, lo instintivo, es lo común a la
mayor parte de la gente, y hacia ese objetivo irá enfocado el marketing,
construyendo un medio cultural y de consumo empobrecido, banal, en el que las
posibilidades de crecer personal y culturalmente se van esfumando.
En una época como la actual, donde las ideologías y las
creencias han sido substituidas por el entretenimiento, acompañado por la
despreocupación frente a lo trascendente, o incluso lo futuro, todos estos
gadgets tecnológicos y géneros literarios de usar y olvidar agarran con fuerza
entre la gente y ocupan el espacio de conciencia que nadie va a poder llenar ya
de cultura y relaciones humanas enriquecedoras. Pasar el rato, pasar la vida
entretenidos, esa es la solución donde nos conduce la ecuación perversa del
mercado. Dejar en sus manos las posibilidades de crecimiento personal de la
gente es la otra perversión de nuestros días, y esa es una perversión política,
neoliberal. Sí, no es sólo la eterna corrupción económica la que debe
preocuparnos a pesar de estar extendida por toda la estructura social, porque
ésta deriva de la otra, de la perversión moral que supone permitir al
insaciable capital condicionar los usos, la cultura y la conciencia de las
gentes.