Decía Marx
que la religión era el opio del pueblo, idea no original suya, por cierto. Hoy,
cuando la religión no despierta ya tantas adicciones, tendría que decir que el
opio del pueblo es el consumo. Todas las épocas y sociedades tienen su opio,
salvo aquellas en que sobrevivir constituye la preocupación de todo el día. Los
incas sometieron a los pueblos andinos que luego formaron el imperio, el Tahuantinsuyo,
y el Inca tenía como máxima mantener siempre ocupados a sus súbditos hasta el
punto de hacerles ejecutar trabajos inútiles antes de que estuviesen ociosos. Y
así realizaron construcciones ciclópeas aparejadas en seco insuperables, talladas las piedras con
tal cuidado y perfección que a veces no se distinguían las juntas. Y lo mismo hicieron los Faraones egipcios levantando
inmensas pirámides para sus sepulturas, o los soberanos del pueblo rapanui de la Isla de Pascua, obligando
a sus súbditos a tallar y erigir innumerables moáis, gigantescas estatuas de los ancestros, monigotes pétreos
diseminados por la isla. Ejemplos así los hay por todo el orbe.
Estamos pues
ante un problema general que consiste en el empleo del ocio. La ociosidad es la
madre de todos los vicios, dice el refranero universal, porque los vicios son
el último recurso excitante capaz de combatir el tedio del ocio, de la
inactividad.
En el siglo
XX desarrollista e industrial, la medicina contra la angustia del ocio ha
venido de la mano del consumo, inducido por el liberalismo económico, por ese
dejar hacer al capitalismo en la confianza de que todo se autorregula y
equilibra de la misma manera que en la naturaleza por la fuerza de las
adaptaciones y la evolución. Pero no se puede ignorar que los equilibrios son
con frecuencia crueles, como lo es que el animal se coma a otro animal para
sobrevivir. Y dejando hacer al capital y a sus empresas, se descubrió ya a mediados de siglo en
Norteamérica la obsolescencia programada.
Se podía hacer un buen negocio obligando a aumentar el consumo de manera
artificial, innecesaria, produciendo artículos de escasa vida útil que había
que substituir al poco tiempo. Todo empezó con las bombillas, que se fundían en
breve plazo a pesar de que podían fabricarse al mismo precio con una duración
casi ilimitada. Le siguieron las lavadoras, los frigoríficos y todos los
ingenios electromecánicos. Hoy el asunto ya es de juzgado de guardia, cuando
los ordenadores, móviles y demás gadgets electrónicos dejan de funcionar correctamente
en un suspiro. Hay otras formas de obsolescencia programada, como los cambios
de diseño, la moda, el marketing omnipresente y opresivo. La moda es la guinda
de la obsolescencia, programada al margen de las tendencias sociales, de
evolución mucho más lenta. La moda se cambia arbitrariamente cada año y hay
toda una maquinaria comercial para
forzar su consumo.
Las ventajas del aumento de producción que
genera la obsolescencia programada son evidentes, ya que genera puestos de
trabajo (innecesarios, eso sí) y llena los bolsillos de las empresas, que
pueden abrir nuevas factorías y producir más. Es la espiral del crecimiento continuo,
que el capitalismo ve como la regla de oro del progreso. El resultado negativo
de esta vorágine es también obvio. Hay una gran masa de población produciendo
cosas innecesarias, como los indios del Tahuantinsuyo. Y por añadidura, todos
los productos obsoletos son enviados como material reutilizable al tercer mundo
en desembarco incesante de containers, donde acaban despiezados en basureros en
los que muchos extraen todavía el poco metal que tienen para conseguir
precarios recursos. Pero lo que nadie se lleva es la destrucción del medio
ambiente, la contaminación de las aguas y el deterioro del paisaje.
¿Pero estamos
abocados necesariamente a este modo de producción, a la ley del crecimiento
continuo? ¿Qué pasaría si empezamos a fabricar productos de calidad que duren
una generación, a usar ropa de fibras duraderas y diseños que nadie cambie
artificialmente de moda? Pues pasaría que se produciría menos, que si se
querían mantener los empleos habría que bajar los sueldos. Pero como el consumo
habría disminuido también en la medida de la producción, el gasto de las
personas sería menor y podrían vivir como antes con menos sueldo. Menos trabajo
y más ocio, sería el resultado. ¡Ah, el problema del ocio otra vez! ¿Qué voy a
hacer con mi tiempo de ocio si no puedo consumir?, dirían algunos. Es un tipo de pregunta enajenada que resulta de la
labor embrutecedora que el marketing, la compra a plazos y la obsolescencia
programada han venido creando a lo largo de decenios. Pues hay que responder
que será una gran oportunidad para la interacción social, para la actividad
cultural y política de todas las personas. Nada hay por descubrir en este
mundo, que se lo pregunten a los ciudadanos griegos de la antigüedad, que
disfrutaban del ocio de esta manera y, con una pequeña población en relación a
nuestros actuales países, alumbraron a los mejores artistas, filósofos y escritores.
Eso sí, los que trabajaban entonces eran los esclavos a cambio de casa y
comida. Más o menos como hoy si añadimos las baratijas electrodomésticas y
mecánicas que se producen por millones y que todo el mundo tiene.