lunes, 13 de junio de 2016

APRENDIENDO A MATAR

A los ocho años, edad de paso de la niñez, cuando ya había hecho la Primera Comunión, mi padre me regaló una escopeta de aire comprimido. En teoría, el regalo era de los Reyes Magos, aunque no me imagino escribiendo la carta a esa edad relativamente tardía. Con el “uso de razón” que se me suponía, fue entonces cuando conocí con total evidencia que los Reyes Magos eran los padres, pues descubrí la escopeta en un rincón de su armario el día anterior a la noche mágica. Quiero imaginar que por entonces el mito de los Reyes era una nebulosa en mi cabeza, en la que no quería penetrar demasiado debido a la alegría y satisfacción de recibir los regalos. Pero aquel día del descubrimiento,  junto con una discreta desilusión, la magia de los Reyes pasó a la deseada arma, impecablemente pavonada y barnizada. Resta decir que mi padre era cazador y yo le ayudaba a recargar los cartuchos, así que ya estaba enganchado a la droga de las armas. No recuerdo otro regalo anterior o posterior que me haya producido mayor emoción, pues era tener en mis manos el poder, la posibilidad  de matar, aunque los incipientes muchachos ya usábamos el tirachinas para asustar a los pájaros. Pero en aquel momento, la magia de la precisión y el poder penetrante del impacto ponían en mis manos un instrumento realmente letal. Sí, ya era mayor y se suponía que sabría usar el arma adecuadamente. En verdad que el arma tuvo la virtud de hacerme cruzar esa barrera que separa la niñez de la pre-adolescencia y convertirme en muchacho.

Pronto aprendí a usar la escopeta y a desarrollar precisión. Recuerdo el día que estaba asomado al balcón de casa y le disparé a un gorrión posado en los cables de la luz, encima de mí. Fue un tiro fácil. No se me olvida el redondo y negro punto de mira de la escopeta centrado en el pecho gris y esponjoso de plumas del gorrión. Disparé y el pajarito se quedó como congelado, y aferrado todavía al cable, giró hasta quedar suspendido bocabajo. Luego se soltó y cayó inerte al suelo. ¡Buen tiro!, me gritó un campesino que pasaba por delante de casa subido en su carro. Bajé apresurado a la calle y recogí al gorrión todavía caliente, temblando yo de emoción, sin saber si asustarme o alegrarme en ese primer enfrentamiento con la muerte causada por mí. Cuando llegó mi padre a casa, le estaba esperando excitado y tembloroso todavía, y le enseñé la pieza cobrada. ¡Vaya, este chico va a ser un buen cazador!, exclamó mirando a mi madre, que tampoco estaba segura de si alegrarse o entristecerse.

Había aprendido a matar y el camino era ya imparable. Salíamos varios amigos a los alrededores y nos turnábamos con la escopeta en el arte de abatir pájaros de los arboles, a veces cobrados ya muertos y otras malheridos, que había que rematar golpeando su cabeza contra una piedra. Eran trofeos de caza, certificación de nuestra puntería prodigiosa y nuestra maestría de cazadores. Hasta tal punto nos invadía la pasión de abatir una pieza, que le disparábamos a pajarillos pequeños de colores, esos que llamábamos mosquiteros. Llegaba a casa todo ufano con una ristra de pájaros diversos, muy puesto en mi papel de cazador. Había visto ese orgullo y ademán en mi padre, cuando llegaba a casa con la canana repleta de perdices colgando. Pero entonces me riñó, y me dijo que no le disparara a pajarillos pequeños, sólo a gorriones.

A los diez años empecé a cazar perdices con escopeta de cartucho, y me producía pánico el momento del disparo, el escandaloso ruido del pájaro al saltar a volar y el estampido del arma que golpeaba en mi hombro infantil con violencia. Pero había que aprender y aprendí, dominando el miedo y disfrazando la muerte de triunfo. Eran tiempos de postguerra y hoy me pregunto si la caza era entonces una válvula de escape para el odio y el ansia de matar acumulados en los que habían participado en ella. 

Desgraciadamente, hoy sigue habiendo guerras,  hoy se sigue matando, hoy sigue actuando el odio profundo y ciego sobre el gatillo de los fusiles y las pistolas. Hoy se sigue enseñando a los niños, en algunos lugares, a manejar armas de guerra y de “defensa personal”. Sin embargo, la gran mayoría de los que conservamos la fascinación por las armas, somos incapaces ya de volver a matar un gorrión. Ahora disparamos sólo a dianas de papel.