Se habían instalado en un rincón de la terraza, en un
recoveco que hacía la pared lateral debido a la presencia de un pilar de carga.
Se los veía bien acomodados, protegidos de la lluvia y el viento. En cuanto nos
vieron llegar, salieron volando, dejando abandonadas en el rincón a sus
criaturas: dos blancos huevos de pequeño tamaño. Habían acumulado en el rincón
algunas ramitas y bastantes excrementos, que ya bien secos componían un
destartalado nido. Nos dio pena la escena del hogar abandonado, la
imposibilidad ya de que llevaran su prole a otro lugar donde nadie les
molestase, así que dejamos los huevos en su sitio y volvimos a entrar en la
casa. A través de las rendijas de la persiana bajada espiábamos sus idas y
venidas, sus turnos de incubación, su afán procreador incesante.
Habíamos ido a la casa paterna, ahora abandonada también por
ausencia irreparable de sus propios habitantes, y estuvimos sólo unos pocos
días para echar un vistazo y poner algunas cosas en orden. Cuando volvimos otra
vez al cabo de pocas semanas, se repitió la escena del susto y la precipitación
de las palomas saltando a volar casi a
nuestros pies. Pero ahora sus criaturas eran reales y no blancos globos de
esperanza. Eran dos polluelos diminutos, casi sin plumón todavía, dejando ver en
muchas partes su desnudez orgánica de pellejos y huesos en la que sobresalía un
gran pico y dos ojos saltones e inquietos.
La tercera vez que volvimos a la casa, ya con la luz y la
tibieza del incipiente verano, no se repitió la escena de la espantada. Había
sólo un polluelo, ya crecido y con plumas grises, pero se le veía encogido en el
rincón, debilitado. Pensé que quizás en todas las nidadas hay un pollo más
fuerte que acapara el alimento y se desarrolla más deprisa, abandonando el nido
y dejando al hermano a su albur. Es la selección natural, que establece que los
más fuertes son los que sobreviven. El polluelo solitario estaba triste y sin
fuerzas para volar, resignado a ser ocupa durante el breve resto de su vida. No
vimos a los progenitores llegando para alimentarle, ni siquiera para
contemplarlo un momento. Le habían abandonado todos. Le pusimos unas migas de
pan imaginando que estaba hambriento, pero no les hizo el menor caso. Entonces
intentamos cogerlo y se revolvió con energía, revoloteando, entrando en la casa
y refugiándose debajo de una cama. Después de todo no estaba tan débil, y
quizás necesitaba un pequeño empujón para superar el complejo de inferioridad
que le había inducido el prematuro y enérgico vuelo de su hermano al abandonar
el nido. Quizás sus padres no le alimentaban ya para provocar esa reacción de
coraje que le impulsara a volar. Volar o morir, esa parecía ser la ley natural
de las palomas. Y el pollo iba a morir, así que tomamos la decisión de lanzarlo
al aire desde la terraza, en el sexto piso. Conseguimos atraparle debajo de la
cama, y mientras se revolvía y agitaba las alas entre mis manos, lo lancé al
vacío. Desconcertado, se dejó caer hasta que el instinto le hizo agitar las
alas y empezó a volar torpemente, con poca fuerza, consiguiendo un penoso vuelo
descendente que le llevó a chocar contra la pared de enfrente, ya cerca del
suelo. Algo maltrecho por el aterrizaje, pero sin nada roto, se escabulló
enseguida detrás de un gran tiesto que había junto la puerta de una tienda.
Nadie le vio, y allí permaneció escondido mientras pasaba la gente a su lado.
Sólo cambiaba ligeramente de posición según las personas vinieran en un sentido
u otro para ocultarse mejor. A la hora de comer, la calle se fue quedando vacía
y el polluelo, más confiado, se aventuraba a dar pequeños paseítos alrededor
del tiesto, explorando con la mirada los lugares cercanos. Nos pusimos a comer nosotros
y decidimos bajarle más tarde algo de pan empapado en agua.
Ya en la calle, no vi al pájaro detrás del tiesto. Miré por
los alrededores por si en su afán exploratorio se hubiese escondido en otro
lugar más seguro. Pero había desaparecido por completo. De vuelta al piso, y
mirando la calle desde la terraza, la terrible duda me asaltaba: ¿habría por
fin conseguido alzar el vuelo después de su bautismo de aire o algún perro
vagabundo le habría visto merodear alrededor del tiesto y había puesto fin a su
incierto destino? Pero ¿qué podíamos haber hecho nosotros si se negaba a comer
y al final habría acabado muriendo? No había visto plumas en la calle, por lo
que quise convencerme de que el pichón estaba ya entre las otras palomas que se
veían posadas en los tejados o planeando hábilmente de casa en casa, de alero
en alero, de terraza en terraza, disfrutando de esa sensación maravillosa de
volar en libertad y señorear la ciudad por encima de sus edificios.