domingo, 24 de marzo de 2019

EL RELOJERO VAGO


Dios pudo haber creado el Mundo de manera precisa, matemática, como un relojero excelente. Hubiera ahorrado mucha materia y energía, mucha luz dispersada por los confines del Universo. Pero no quiso tomarse ese trabajo, le bastaba con iniciar el proceso, con arrancar una explosión en la nada y dejar que se desarrollaran las infinitas posibilidades entre las cuales surgiera de manera excepcional la vida. Era tan delicado el ajuste de la vida que no se limitó a crear un solo Universo en el que los parámetros esenciales tuviesen que ser ajustados con absoluta precisión, sino una infinidad de Universos entre los que apareciera de manera espontánea el adecuado. Tan inmenso era el poder del Creador que obraba a lo grande, derrochando medios, alzando simplemente la voz y diciendo "Hágase". Y así llenó el Cosmos de universos y mundos infinitos, de confusión y sufrimiento. Por eso, los hijos de Dios, ya crecidos, acabaron imaginándole como un infinito poder sin inteligencia, como una Nada poderosa, como un ente que necesitaba al hombre para encarnarse en él y llegar a ser un excelente relojero. Así pensaba el Hombre. Dios parecía la potencialidad pura, la totalidad de todas las posibilidades, ya que de ser algo concreto hubiese estado limitado, y Él era infinito. Dios era Todo y Nada, las dos formas de llamar a lo mismo.

jueves, 31 de agosto de 2017

LA HORMIGA DE LA DAMA DE ELCHE


Quién sabe lo que buscaría la hormiga dentro de la vitrina de la Dama, después de haber violado la seguridad por un imperceptible orificio en la silicona de una junta. Las hormigas no comen piedra ni había dentro nada que pudiera apetecerle salvo pasearse por los recovecos y florituras pétreas de los collares, colgantes y rodetes de la adornada, misteriosa y bellísima mujer íbera. Cierto es que la escultura no corría ningún peligro por el asueto de la hormiga, que quizás no encontraba de nuevo el orifico por donde entró y hubiera acabado muriendo allí, en funerario homenaje a la misteriosa Dama, fallecida hace veintiséis siglos y enterrado su busto para salvarlo de la destrucción iconoclasta de la época. De hecho, la hormiga difunta hubiera concordado con el aspecto cadavérico de su rostro sin color y cuencas vacías, al haber perdido la policromía y la pasta vítrea de los ojos que le dieron vida en su momento. Incluso así, su belleza se mantiene, como si representara ese breve momento de tránsito entre la vida y la muerte en el que el alma todavía reside en el cuerpo inerte pero no puede ya manifestarse. Un cadáver hermoso parece, aunque sea por accidente. Quién sabe dónde estarán sus ojos ni qué aspecto tendría con esas ventanas del alma, aunque por el dibujo de su boca se adivina una impasibilidad tranquila y la nobleza de su carácter. 
Pero volviendo a la hormiga viva, tuvo que ser escalofriante para el turista que la descubrió el verla aparecer allí mientras estaba sumido en las anteriores reflexiones sobre el rostro de la Dama, como si un diminuto emisario negro de la muerte llegara para aclarar y enriquecer sus divagaciones. Menos mal que la hormiga estaba sola y no se había instalado allí el hormiguero entero, que en algún lado del Museo debe estar porque una hormiga solitaria no tiene futuro, salvo que esté muerta y sea excepcional, como la Dama.
Y ese es precisamente el problema que se ha vuelto a plantear, el futuro de la Dama. Se reclama desde Elche devolverla a su lugar de origen, que no se consuela de su ausencia con las breves estancias que se permiten de lustro en lustro. El Museo Arqueológico Nacional mantiene su criterio de que la prima dona de la escultura íbera, joya de nuestra arqueología, es un bien único que debe poder ser disfrutado por el mayor número de personas, y por tanto su lugar de exposición debe seguir allí, donde además se garantiza su seguridad y perfecta conservación. Aunque después del suceso de la hormiga este argumento se ha convertido en un arma arrojadiza de los ilicitanos. 
Y de nuevo la hormiga exploradora vuelve a nuestra conciencia y nos preguntamos qué habrán hecho con ella, dónde la habrán llevado, si la habrán dejado en libertad para que vuelva con sus congéneres o la habrán metido en un frasquito para conservarla en el M.A.N. como una anécdota curiosa.  


viernes, 17 de febrero de 2017

LA MENTE PLANETARIA

McLuhan alumbró el concepto de Aldea Global a mediados del siglo pasado, significando que el desarrollo de las comunicaciones (teléfono, radio, prensa, cine, etc.) permitía conocer, casi en tiempo real, lo que sucedía en el mundo, a semejanza de la facilidad de comunicación persona a persona en el ámbito reducido de una aldea. Pero en ese contexto global, al igual que en una aldea, los poderes fácticos controlaban, filtraban y sesgaban la información trasmitida a los ciudadanos.

La aparición de las nuevas Tecnologías de la Información y Comunicación (Internet, teléfonos inteligentes, redes sociales, etc.) han propulsado la Aldea Global hacia un nuevo concepto que podría llamarse la Mente Planetaria, porque pone en comunicación a cualquier persona del planeta no sólo con todo tipo de acontecimientos sino de conocimientos y posibilidades de interacción en masa. Y lo importante es que ya no hay un solo origen controlado de la información sino que esta iniciativa está democratizada, es plural y diversa, permitiendo elegir y contrastar opiniones. Las redes informáticas mundiales y las grandes bases de datos distribuidas por todas partes van creando una especie de trama cerebral electrónica, una mente virtual en la que se integran información y comunicación en tiempo auténticamente real o instantáneo y que abarca a todo el mundo. Incluso la diversidad de idiomas se obvia con la funcionalidad de los traductores incorporados en la red. Se puede decir que la mente planetaria habla todas las lenguas para cada uno de nosotros.

Decía Teilhard de Chardin, a mitad también del siglo pasado, que la Evolución conducía necesariamente a la formación  de una esfera envolvente de conocimiento o Noosfera que iría cohesionando a la Humanidad y armonizando su funcionamiento, hasta llegar a la formación de un Ser Único configurado por todos los individuos movilizados e implicados en un destino común, en cuyo seno encontrarían satisfechas y potenciadas todas sus aspiraciones personales y espirituales. Pues bien, estamos asistiendo probablemente a la génesis de ese Ser, al desarrollo inicial de su cerebro, que no será biológico sino digital. Pero queda todavía mucha tarea de embriogénesis  de los distintos órganos de ese cuerpo global, como son los diferentes sistemas automáticos de control, la distribución adecuada de los medios de vida, la economía y racionalización del consumo, etc., etc.

Afortunados los que lleguen a verlo dado a luz. A nosotros nos consuela saber que la criatura se está gestando en el vientre de la Humanidad y que la sentimos agitarse dentro, confiando esperanzados en que no aborte. 

martes, 24 de enero de 2017

EL MUNDO QUE CONOCIMOS

La ciencia avanza a un ritmo acelerado, tanto que amenaza todas nuestras seguridades e ideas heredadas de la filosofía griega: el tiempo, el espacio, la causalidad, la materia. Se han vertido ríos de razonamiento a lo largo de la historia de la Filosofía para indagar en estas ideas escurridizas pero innatas en nuestra especie, esquemas mentales heredados que evidencian nuestra adaptación exitosa al mundo que percibimos con los sentidos y en el que nos movemos. Pero el mundo se extiende además hacia dimensiones que nuestros sentidos no perciben directamente, en las escalas microscópicas y cósmicas, que sin embargo son accesibles por la razón, la instrumentación y las matemáticas. Y aquí surge la sorpresa, la rotura de nuestras convicciones sensibles, de nuestros patrones innatos de conocimiento. La idea de tiempo ya empezó a tambalearse cuando la teoría de la Relatividad demostró que no era algo absoluto, sino relativo al observador y a la velocidad con la que se movía. Y lo mismo sucedía con el espacio, evidenciando que ambos estaban tan relacionados que podría hablarse de una sola cosa. Ya en el lenguaje ordinario confundimos ambos conceptos, usando frases como " ha pasado largo tiempo", Pero la puntilla definitiva a nuestras convicciones mundanas la ha dado la física cuántica, la física de partículas subatómicas, que parecen comportarse de manera tan extraña al sentido común que nos hace pensar que "nuestro" mundo es sólo nuestro, una percepción meramente humana, parcial e imperfecta de la realidad.
Problemas metafísicos como la coexistencia del tiempo y la eternidad, racionalmente arduos de resolver, aparecen sencillamente resueltos en "universos de juguete", simulaciones simplificadas en base a sistemas de partículas entrelazadas cuánticamente, generadas a la vez, en las que un observador interior sí ve transcurrir el tiempo del "universo de juguete", mientras que un observador exterior lo ve inmóvil, eterno. En cuanto al espacio, no parece existir entre partículas entrelazadas, ya que existe una comunicación instantánea entre sus estados, como si fueran una misma cosa a pesar de estar separadas a gran distancia. Y  la causalidad tampoco existe a nivel de partículas, siendo substituida por la noción de probabilidad.

Todo lo anterior muestra que vivimos en un mundo aparente, representado, como ya pensaba Platón con su mito de la caverna. Tanto tiempo para llegar a la misma conclusión es desesperante, aunque sin embargo ahora se tiene la certeza de que es así.

En muy poco tiempo, relativamente, nuestra idea del mundo va a cambiar y todo tendrá que irse adaptando a los nuevos conocimientos. La Metafísica va a dejar de ser algo fuera de las fronteras de la Física, y la Religión acabará, quizás, confundiéndose con el Humanismo futuro (ya lo planteaba Teilhard de Chardin de alguna manera). Entretanto... seguiremos viviendo, igual que siempre, como Dios nos dé a entender.  

lunes, 12 de diciembre de 2016

LA EVOLUCIÓN

“En el principio era el caos y las tinieblas cubrían la faz del abismo”. Esa es la tremenda descripción que hace el Génesis del origen del Universo. Es una maravilla la inspiración del autor bíblico, que describe perfectamente lo que la ciencia va encontrando. Abismo de la nada, tinieblas, caos creador del Big Bang. Desde entonces, e impulsado por la fuerza de la Gran Explosión, el Universo no ha dejado de cambiar. Cuando se estabilizaron las grandes masa de materia incandescente de larga vida, como son las estrellas y galaxias, en algunos planetas templados por la radiación de su estrella cercana surgió milagrosamente la vida en el medio acuático, después de un largo camino de combinaciones al azar entre los compuestos químicos del planeta. Eso lo sabemos por el nuestro, pero es fácil imaginar que no se trata de un caso único entre los miles de millones de planetas semejantes, que giran alrededor de estrellas separadas a distancias inalcanzables.

Y la vida en nuestro planeta continúo cambiando y proliferando en mil formas distintas cada vez más complejas, hasta llegar a los primates y dentro de ellos al hombre, dotado de la mayor conciencia del reino animal; tanta que ha comenzado a explorar el Universo con su pensamiento y hasta quisiera trascenderlo y ver más allá de la Gran Explosión creadora. Vivimos en medio de un Misterio que todas las religiones a lo largo de la historia han tratado de iluminar con la misma inspiración que el autor del Génesis. La evolución ha dejado ya de ser biológica para ser cultural y espiritual, y a uno le gustaría asomarse al mundo después de haber transcurrido un millón de años más de evolución, y ver si el Misterio se ha desvelado y el Hombre vive ya en el Paraíso. Eso al menos lo han imaginado personas como Teilhard de Chardin, que dedicó su apasionada vida a unificar ciencia y religión en una sola visión coherente que hoy, pasadas algunas décadas, vuelve a querer iluminar de sentido el futuro.

viernes, 28 de octubre de 2016

OCUPAS

Se habían instalado en un rincón de la terraza, en un recoveco que hacía la pared lateral debido a la presencia de un pilar de carga. Se los veía bien acomodados, protegidos de la lluvia y el viento. En cuanto nos vieron llegar, salieron volando, dejando abandonadas en el rincón a sus criaturas: dos blancos huevos de pequeño tamaño. Habían acumulado en el rincón algunas ramitas y bastantes excrementos, que ya bien secos componían un destartalado nido. Nos dio pena la escena del hogar abandonado, la imposibilidad ya de que llevaran su prole a otro lugar donde nadie les molestase, así que dejamos los huevos en su sitio y volvimos a entrar en la casa. A través de las rendijas de la persiana bajada espiábamos sus idas y venidas, sus turnos de incubación, su afán procreador incesante.

Habíamos ido a la casa paterna, ahora abandonada también por ausencia irreparable de sus propios habitantes, y estuvimos sólo unos pocos días para echar un vistazo y poner algunas cosas en orden. Cuando volvimos otra vez al cabo de pocas semanas, se repitió la escena del susto y la precipitación  de las palomas saltando a volar casi a nuestros pies. Pero ahora sus criaturas eran reales y no blancos globos de esperanza. Eran dos polluelos diminutos, casi sin plumón todavía, dejando ver en muchas partes su desnudez orgánica de pellejos y huesos en la que sobresalía un gran pico y dos ojos saltones e inquietos.

La tercera vez que volvimos a la casa, ya con la luz y la tibieza del incipiente verano, no se repitió la escena de la espantada. Había sólo un polluelo, ya crecido y con plumas grises, pero se le veía encogido en el rincón, debilitado. Pensé que quizás en todas las nidadas hay un pollo más fuerte que acapara el alimento y se desarrolla más deprisa, abandonando el nido y dejando al hermano a su albur. Es la selección natural, que establece que los más fuertes son los que sobreviven. El polluelo solitario estaba triste y sin fuerzas para volar, resignado a ser ocupa durante el breve resto de su vida. No vimos a los progenitores llegando para alimentarle, ni siquiera para contemplarlo un momento. Le habían abandonado todos. Le pusimos unas migas de pan imaginando que estaba hambriento, pero no les hizo el menor caso. Entonces intentamos cogerlo y se revolvió con energía, revoloteando, entrando en la casa y refugiándose debajo de una cama. Después de todo no estaba tan débil, y quizás necesitaba un pequeño empujón para superar el complejo de inferioridad que le había inducido el prematuro y enérgico vuelo de su hermano al abandonar el nido. Quizás sus padres no le alimentaban ya para provocar esa reacción de coraje que le impulsara a volar. Volar o morir, esa parecía ser la ley natural de las palomas. Y el pollo iba a morir, así que tomamos la decisión de lanzarlo al aire desde la terraza, en el sexto piso. Conseguimos atraparle debajo de la cama, y mientras se revolvía y agitaba las alas entre mis manos, lo lancé al vacío. Desconcertado, se dejó caer hasta que el instinto le hizo agitar las alas y empezó a volar torpemente, con poca fuerza, consiguiendo un penoso vuelo descendente que le llevó a chocar contra la pared de enfrente, ya cerca del suelo. Algo maltrecho por el aterrizaje, pero sin nada roto, se escabulló enseguida detrás de un gran tiesto que había junto la puerta de una tienda. Nadie le vio, y allí permaneció escondido mientras pasaba la gente a su lado. Sólo cambiaba ligeramente de posición según las personas vinieran en un sentido u otro para ocultarse mejor. A la hora de comer, la calle se fue quedando vacía y el polluelo, más confiado, se aventuraba a dar pequeños paseítos alrededor del tiesto, explorando con la mirada los lugares cercanos. Nos pusimos a comer nosotros y decidimos bajarle más tarde algo de pan empapado en agua.

Ya en la calle, no vi al pájaro detrás del tiesto. Miré por los alrededores por si en su afán exploratorio se hubiese escondido en otro lugar más seguro. Pero había desaparecido por completo. De vuelta al piso, y mirando la calle desde la terraza, la terrible duda me asaltaba: ¿habría por fin conseguido alzar el vuelo después de su bautismo de aire o algún perro vagabundo le habría visto merodear alrededor del tiesto y había puesto fin a su incierto destino? Pero ¿qué podíamos haber hecho nosotros si se negaba a comer y al final habría acabado muriendo? No había visto plumas en la calle, por lo que quise convencerme de que el pichón estaba ya entre las otras palomas que se veían posadas en los tejados o planeando hábilmente de casa en casa, de alero en alero, de terraza en terraza, disfrutando de esa sensación maravillosa de volar en libertad y señorear la ciudad por encima de sus edificios.

lunes, 13 de junio de 2016

APRENDIENDO A MATAR

A los ocho años, edad de paso de la niñez, cuando ya había hecho la Primera Comunión, mi padre me regaló una escopeta de aire comprimido. En teoría, el regalo era de los Reyes Magos, aunque no me imagino escribiendo la carta a esa edad relativamente tardía. Con el “uso de razón” que se me suponía, fue entonces cuando conocí con total evidencia que los Reyes Magos eran los padres, pues descubrí la escopeta en un rincón de su armario el día anterior a la noche mágica. Quiero imaginar que por entonces el mito de los Reyes era una nebulosa en mi cabeza, en la que no quería penetrar demasiado debido a la alegría y satisfacción de recibir los regalos. Pero aquel día del descubrimiento,  junto con una discreta desilusión, la magia de los Reyes pasó a la deseada arma, impecablemente pavonada y barnizada. Resta decir que mi padre era cazador y yo le ayudaba a recargar los cartuchos, así que ya estaba enganchado a la droga de las armas. No recuerdo otro regalo anterior o posterior que me haya producido mayor emoción, pues era tener en mis manos el poder, la posibilidad  de matar, aunque los incipientes muchachos ya usábamos el tirachinas para asustar a los pájaros. Pero en aquel momento, la magia de la precisión y el poder penetrante del impacto ponían en mis manos un instrumento realmente letal. Sí, ya era mayor y se suponía que sabría usar el arma adecuadamente. En verdad que el arma tuvo la virtud de hacerme cruzar esa barrera que separa la niñez de la pre-adolescencia y convertirme en muchacho.

Pronto aprendí a usar la escopeta y a desarrollar precisión. Recuerdo el día que estaba asomado al balcón de casa y le disparé a un gorrión posado en los cables de la luz, encima de mí. Fue un tiro fácil. No se me olvida el redondo y negro punto de mira de la escopeta centrado en el pecho gris y esponjoso de plumas del gorrión. Disparé y el pajarito se quedó como congelado, y aferrado todavía al cable, giró hasta quedar suspendido bocabajo. Luego se soltó y cayó inerte al suelo. ¡Buen tiro!, me gritó un campesino que pasaba por delante de casa subido en su carro. Bajé apresurado a la calle y recogí al gorrión todavía caliente, temblando yo de emoción, sin saber si asustarme o alegrarme en ese primer enfrentamiento con la muerte causada por mí. Cuando llegó mi padre a casa, le estaba esperando excitado y tembloroso todavía, y le enseñé la pieza cobrada. ¡Vaya, este chico va a ser un buen cazador!, exclamó mirando a mi madre, que tampoco estaba segura de si alegrarse o entristecerse.

Había aprendido a matar y el camino era ya imparable. Salíamos varios amigos a los alrededores y nos turnábamos con la escopeta en el arte de abatir pájaros de los arboles, a veces cobrados ya muertos y otras malheridos, que había que rematar golpeando su cabeza contra una piedra. Eran trofeos de caza, certificación de nuestra puntería prodigiosa y nuestra maestría de cazadores. Hasta tal punto nos invadía la pasión de abatir una pieza, que le disparábamos a pajarillos pequeños de colores, esos que llamábamos mosquiteros. Llegaba a casa todo ufano con una ristra de pájaros diversos, muy puesto en mi papel de cazador. Había visto ese orgullo y ademán en mi padre, cuando llegaba a casa con la canana repleta de perdices colgando. Pero entonces me riñó, y me dijo que no le disparara a pajarillos pequeños, sólo a gorriones.

A los diez años empecé a cazar perdices con escopeta de cartucho, y me producía pánico el momento del disparo, el escandaloso ruido del pájaro al saltar a volar y el estampido del arma que golpeaba en mi hombro infantil con violencia. Pero había que aprender y aprendí, dominando el miedo y disfrazando la muerte de triunfo. Eran tiempos de postguerra y hoy me pregunto si la caza era entonces una válvula de escape para el odio y el ansia de matar acumulados en los que habían participado en ella. 

Desgraciadamente, hoy sigue habiendo guerras,  hoy se sigue matando, hoy sigue actuando el odio profundo y ciego sobre el gatillo de los fusiles y las pistolas. Hoy se sigue enseñando a los niños, en algunos lugares, a manejar armas de guerra y de “defensa personal”. Sin embargo, la gran mayoría de los que conservamos la fascinación por las armas, somos incapaces ya de volver a matar un gorrión. Ahora disparamos sólo a dianas de papel.